1. La Nave
La niebla parecía formar parte del aire; por momentos, se sentía como si la respirásemos. El frío hacía muy bien su trabajo, calando a los tripulantes de ambos botes que, incluso atados por una cuerda de tres metros, no lográbamos visualizarnos unos a otros.
Solo se escuchaban los remos peleando contra la fina escarcha al entrar en el agua y el chirriar de los dientes acompañado por los temblores del frío. Un aroma penetrante y salino se colaba entre la niebla, impregnando nuestras fosas nasales con el inequívoco olor del mar. Fue entonces cuando el graznido de las gaviotas sonó a canto angelical y esperanzador: anunciaban que nos acercábamos a alguna costa y, con ello, al final del trayecto.
Por otro lado, cada cierto tiempo —que apenas lograba contar por su secuencia irregular—, más que oír, se sentía una sacudida estremecedora por el estruendo seco de las olas contra el arrecife, en los bajos del risco al otro lado, como si de un cañonazo medieval se tratase.
Ambos botes se movían muy despacio en paralelo. El cansancio y el hambre acumulados durante días en quienes remábamos era palpable. Sabíamos que tanto sufrimiento llegaría a su fin una vez alcanzado nuestro destino. Algunos, sin embargo, tenían la mirada perdida, como preguntándose si aún habría algo que encontrar al llegar.
En cada bote viajábamos el mismo número de pasajeros, ni uno más ni uno menos. Formaba parte de los protocolos repetidos una y otra vez días antes de embarcar: solamente ropa negra, nada de objetos metálicos ni brillantes y, sobre todo, silencio y obediencia absoluta durante toda la travesía.
Aquellos hombres responsables de los botes no eran un misterio para mí; me atrevería a decir que conocía más sobre su causa y su pasado que ellos mismos. Pero aún no había llegado el momento de presentarme.
El modus operandi siempre era el mismo: dos botes, cuatro hombres armados divididos, un oficial y su segundo al mando. Cuatro viajeros rescatados remando… o como nos llamaban: Novaks.
El oficial al mando de los botes sostenía la mirada fija en el fondo del agua, como buscando algo. De repente, en voz baja, dio la orden:
—Remos dentro.
No habíamos terminado de guardarlos cuando sentimos cómo los botes cortaban la arena fina de una pequeña playa: habíamos tocado tierra.
Apreté mis manos fuertemente contra el filo grueso de la borda, cerré los ojos, y una pequeña sonrisa interna apenas sobrescribía el temblor de mis dientes por el frío. Si bien mis guantes negros de lana ayudaban, el haberlos convertido en mitones para tener los dedos liberados no impedía que estuvieran helados.
Pero… ¿quién era yo para cuestionar los consejos del pasado de mis padres?
«Mejor unos dedos fríos que un gatillo lento».
Como si de una orquesta sinfónica se tratase, en total sincronía y coordinación, los dos tripulantes que se encontraban en la proa de los botes colocaron sus armas en la espalda y saltaron simultáneamente a la arena, posicionándose para ayudarnos a bajar. Apenas intercambiaron una mirada rápida, breve, pero suficiente para confirmar que todo estaba bajo control.
Acto seguido, los otros dos tripulantes en la popa se giraron ciento ochenta grados, se acostaron en los botes y apuntaron hacia la niebla, como si fueran capaces de ver más allá… o esperando que algo irrumpiera en la calma en cualquier momento.
Fue entonces cuando el oficial al mando sacó una radio de su chaleco. Al encenderla y girar un par de veces el sintonizador, en un tono muy bajo, informó:
—Novaks en tierra. Regresamos al faro de Ives. Corto.
Levanté la cabeza, sorprendido. Habíamos estado justo en un faro tres días antes, preparándonos y esperando la ausencia de la luna para zarpar, así que asumí que se refería al mismo lugar. Desconocía que lo llamaran así, pero sospechaba el motivo. Había escuchado una de tantas historias sobre Ives: durante uno de los asedios que enfrentaron defendiendo Zorav, Ives acertó un disparo desde la torre del castillo hasta el faro, casi mil metros de distancia, usando un rifle de caza. Supuse que por eso le apodaban así.
Ives fue uno de los fundadores de la fortaleza de la prisión y amigo de mis padres. Juntos fundaron lo que hoy conocemos como Zorav, precisamente hacia donde, supuestamente, nos dirigíamos.
Tras la señal del oficial, cuatro hombres armados emergieron de la oscuridad entre las piedras. Por unos milisegundos me preocupé, pero al ver que llevaban el mismo brazalete naranja que quienes nos trajeron en los botes, comprendí que eran aliados.
El oficial de la radio, aún sentado en uno de los botes, sacó un paquete de cigarrillos y se lo lanzó a uno de los nuevos escoltas, quien lo atrapó con un gesto de complicidad.
—Me debes cuatro con este pequeño, Cuvar —dijo el oficial, con una sonrisa ladeada mientras señalaba en mi dirección—. Y las cobraré por la torre.
—Gracias —respondió el Cuvar, asintiendo levemente—. ¿Algún Notron?
—Qué va… bien, Novaks, salvo el mitón. Puede ser útil —replicó el oficial con tono neutro, como quien observa una herramienta que aún no ha sido probada.
Mientras los nuevos escoltas saludaban a los que nos ayudaron a bajar, intercambiaron mochilas. Era evidente que dejaban las que estaban llenas y se llevaban las medio vacías. Un detalle que, aunque sutil, sugería que quienes venían del mar habían cumplido su parte… y cargaban ahora con menos peso.
Una mujer —evidentemente al mando del grupo oculto— se sujetaba la visera de la gorra en señal de saludo mientras empujaba uno de los botes.
—Buena suerte, Don Popeye. Cuidado al subir —le dijo, sin perder la firmeza en el tono.
—Lo intentaré. En una semana nos veremos —respondió el oficial, antes de girarse hacia los remos.
Dos de los escoltas empujaron los botes de regreso al agua mientras los otros dos nos guiaban hacia la oscuridad, exactamente de donde habían salido. El contraste de luz y niebla hacía que el terreno pareciera aún más incierto.
Apenas podía ver dónde pisaba. El suelo comenzaba a inclinarse, y tras un primer tropiezo que casi me hizo caer, logré evitarlo apoyándome sobre una piedra grande a mi costado. Una voz seca me alcanzó desde la negrura:
—Cuidado, Mitones. No la caguemos en las puertas —me advirtió la oficial.
Fue entonces cuando entendí que el oficial y el Cuvar se habían estado refiriendo a mí en su breve conversación al desembarcar.
Ella ordenó que nos agacháramos y esperáramos. Sacó una radio idéntica a la del oficial de los botes y, tras girar el sintonizador, habló con voz firme pero contenida:
—Cuvar isla baja, en posición con Novaks, cambio…
Las respuestas llegaron rápido, contundentes, en cadena:
—Cuvar 01, despejado, corto.
—Cuvar 02, sin visión, corto.
—Cuvar 03, despejado, corto.
—Cuvar 04, dos Murabi al menos en el puente. Mucha niebla y viento en contra. ¿Te encargas? Cambio.
—Cuvar isla baja, afirmativo, nos encargamos. Atentos, que subimos. Corto.
Sin decir palabra, la oficial bajó el volumen del walkie casi al mínimo y lo colocó en la parte frontal de su chaleco. Con movimientos precisos, hizo señales tácticas con las manos a los dos soldados que iban delante. Algunas señales me eran familiares: mi padre me había enseñado hasta el agotamiento. Aun así, otras me resultaban desconocidas. Pero el mensaje era claro: había que eliminar a los Murabi del camino.
Ambos soldados desplazaron las correas de sus fusiles a la espalda y extrajeron cuchillos de combate de sus botas. Sin perder tiempo, comenzaron a subir la cuesta y pronto se desvanecieron entre sombras y niebla.
La oficial observaba su reloj. Parecía contar el tiempo con una precisión casi quirúrgica, y yo, instintivamente, comencé a hacer lo mismo. Supuse que llevaba unos treinta segundos de desventaja respecto a su cronómetro.
No pasaron más de dos minutos cuando la radio volvió a activarse:
—Cuvar 04, los veo. Murabis eliminados. Vía libre. Corto.
Ella respondió de inmediato, mientras hacía una nueva señal a los que nos custodiaban:
—Gracias 04. Corto.
Comenzamos a escalar. Casi llegando al borde de la cuesta, una mano emergió de la oscuridad y me sujetó del brazo. Por poco caigo de espaldas del susto. No lograba ver su rostro por el balaclava, pero sus ojos entrecerrados delataban una sonrisa cargada de picardía. Lo había hecho a propósito.
El otro escolta revisaba los cuerpos de los Murabi por si llevaban algo útil. Mientras sacudía mis guantes y la ropa, tratando de quitar la arena pegajosa, los otros tres Novaks terminaron de subir. Todos parecían tener edades similares a la mía, pero sus gestos y lenguaje corporal hablaban claro: desconfianza, alerta constante y silencio. Era la marca de quienes habían sobrevivido a la primera Murazna.
La cuesta no superaba los veinte metros, pero el ascenso me recordó lo agotado que estaba. El frío ayudaba a mantener el cuerpo en movimiento, pero el hambre empezaba a pasar factura. El día anterior apenas había comido algo de fruta deshidratada mezclada con agua.
Aun así, traté de mantener la postura. Algunos se doblaban, apoyando las manos sobre las rodillas, intentando recuperar el aliento.
La oficial subió detrás de nosotros, flanqueada por los dos que habían quedado abajo. Su paso era firme, casi parecía que la cuesta le había dado energía en lugar de quitársela.
—Preparados —dijo con voz clara—. Tomen fuerzas, que casi estamos.
Uno de los soldados, con un acento difícil de ubicar, preguntó mientras inspeccionaba el entorno:
—¿Y los cuerpos?
—Mañana por la mañana continuamos —respondió ella sin detenerse.
Nos pusimos en marcha rápidamente hacia la derecha, siguiendo una carretera apenas visible. Dos de los soldados se quedaron atrás, vigilando nuestras espaldas.
Avanzamos unos cien metros hasta que escuchamos un sonido peculiar: cuatro silbidos cortos, secos y consecutivos. Código de seguridad.
Sonaron mecanismos metálicos. Era como si enormes pasadores se deslizaran. Apenas distinguíamos las formas, pero unas puertas de nave industrial comenzaron a abrirse lentamente frente a nosotros.
—Todos dentro —ordenó la oficial.
Entramos. Apenas crucé el umbral, mi mirada se clavó en el fuego que ardía en el interior de un bidón metálico. El calor me atrajo como un imán. Alcé los ojos y, por primera vez, vi el techo de la nave, y las pasarelas en los laterales, donde resonaban pasos.
Nos acercamos todos al fuego. Los centinelas entraron últimos. Las puertas se cerraron tras ellos con un golpe seco, aseguradas con pasadores gigantes que encajaron como un sello.
Todos, salvo los aparentes soldados, se fueron acercando al bidón encendido para calentarse. Un par de tiendas de campaña y sacos de dormir desperdigados por el suelo inundaban la nave. Aunque algunas ventanas estaban tapeadas, los agujeros y trozos de metal perforados no impedían que ráfagas de viento se colaran en el interior. Nada que no se pudiera sobrellevar mientras estuviéramos cerca del fuego.
—¡Jarek! —gritó un guardia que custodiaba las puertas, conversando con la oficial que nos trajo.
—¡Ahí voy! —respondió una voz desde la planta superior.
Fue ahí cuando presté mayor atención. Dos escaleras en forma de “L” llevaban hasta las pasarelas elevadas, donde dos guardias adicionales patrullaban, observando entre las tablas clavadas sobre las ventanas destrozadas.
Entre el chisporroteo de las llamas y el silbido constante del viento, una voz rompió el silencio. Provenía de una chica que había desembarcado con nosotros:
—¿Cómo pueden haber Murabis más allá del mar? ¿Qué, ahora se levantan una vez muertos?
—Los trae la marea —respondió la oficial, acercándose también al fuego—. Más que Murabis, son almas desesperadas. Se lanzan al mar intentando alcanzar nuestra costa, buscando ayuda. Los que no se ahogan, terminan en la playa… y la enfermedad hace el resto. Todos sabemos que hay algo más peligroso que un Murabi: la desesperación.
—¿Y qué pasará con los cuerpos? ¿Los dejarán ahí? —insistió la chica.
—En dos horas amanecerá. Iremos a por ellos —respondió Dasha sin titubear.
Se escucharon pasos bajando por las escaleras. Un joven con una mochila descendía. Era el primer rostro descubierto que veía entre todos los guardias. La oficial se giró hacia nosotros:
—Este es Jarek. Les ayudará a acomodarse. Pueden dormir un poco si lo desean.
Luego se dirigió al joven:
—Despiértame en dos horas.
—Bienvenidos a la nave. Soy Jarek —dijo, mientras nos repartía pequeñas botellas de agua—. Es salobre, pero está limpia.
A pesar del hambre y la sed acumuladas, dudamos un segundo antes de tomarlas. Peor fue nuestro rostro asombrado, cuando Jarek sacó manzanas de la mochila. Uno de los viajeros cerró los ojos, sonrió y colocó la botella contra su frente.
—Les dejo la mochila. Hay más fruta si quieren. Intenten dormir algo. Pueden usar los sacos —añadió Jarek.
—¿Pensé que Zorav era una fortaleza? —preguntó uno de los viajeros mientras devoraba una manzana—. Esto no parece una fortaleza —continuó con la boca llena, bebiendo a grandes sorbos hasta casi vaciar la botella del tirón.
Todos nos quedamos en silencio. Jarek, que ya se alejaba, se giró de golpe. Su mirada se endureció. Alzó los ojos hacia la planta superior, como buscando a uno de los guardias.
No sé cómo, desde tanta distancia y con tan poca luz, el guardia entendió el gesto. Silbó dos veces, cortos y rápidos. Los dos en la pasarela superior apuntaron al viajero. Jarek desenfundó una pistola oculta tras su cinturón. Los tres guardias que nos escoltaron desde la playa alzaron sus fusiles. Un cuarto emergió de una de las tiendas con otra pistola.
En segundos, el viajero tenía a toda la nave apuntándole.
—¡Dasha! —gritó Jarek con voz firme, sin rastro de amabilidad.
—¡De rodillas! —ordenó.
—Tranquilo, amigo… —intentó calmarlo el viajero.
—¡De rodillas! —gritó Dasha, caminando hacia él mientras sintonizaba su radio—. Cuvar playa baja desde nave, tenemos un Kriva, cambio.
Ya con las manos en alto, todos retrocedimos instintivamente.
El hambre, la sed, el frío constante, la lluvia radioactiva, el gas contaminado… incluso los Murabi. Todo era menor comparado con enfrentarse a un Kriva. Los Krivas eran lo peor que podías encontrarte en Volgrad: sin escrúpulos, sin códigos, antropófagos, esclavistas, criminales. Se organizaron tras la primera Murazna, creando asentamientos propios donde el caos era ley.
Dasha le golpeó en la pierna, obligándolo a caer de rodillas.
—Esposadlo. Jarek, los Novaks —ordenó.
Uno de los guardias se acercó al Kriva y lo esposó, pese a sus quejas. Jarek nos apuntó:
—A la pared.
Dimos unos pasos hasta quedar de espaldas cuando, afuera, se escucharon cuatro silbidos cortos.
—¡Ciéguenlo! —ordenó Dasha—. Grim, las ventanas. Informe cada dos minutos. Ayúdame a abrir —añadió a otro guardia.
Giré un poco la cabeza. Vi al guardia quitarse el brazalete naranja y meterlo en la boca del Kriva para silenciarlo. Luego sacó una capucha negra, se la colocó y la ató con fuerza al cuello. Otro guardia le colocó auriculares en los oídos. Comenzaron a retirar los pasadores de la puerta.
Tres guardias más entraron. Desde arriba, uno habló por radio:
—Cuvar nave, alerta de Kriva. Atentos. Informe cada dos minutos.
Las respuestas comenzaron, rápidas, en cadena:
—Recibido.
Los nuevos guardias vestían distinto: patrones de camuflaje azulados y blancos. Uniformes evidentemente militares, pero sin chalecos. Llevaban subfusiles cortos y, por supuesto, el brazalete naranja.
Uno de ellos sujetó al Kriva por el brazo. Dasha se cruzó con ellos y anunció:
—Está amaneciendo. Me quedaré con los Novaks. Veamos qué le sacan a este.
Los soldados azules se lo llevaron. La puerta volvió a cerrarse. Y las radios, de fondo, seguían lanzando partes breves:
—Cuvar 01, despejado. Cuvar 02, despejado…
—Ese Kriva me da muy mala espina, Dasha —dijo Jarek mientras bajaba su pistola.
Nos hizo un gesto con la mano para que nos acercáramos al fuego. Ya de espaldas, caminó hacia la mochila donde había traído los víveres.
—¿Cómo sabes que alguno de estos dos no viene con él? —preguntó la chica, mientras se acercaba al bidón encendido.
Dasha recogió del suelo una botella de agua que se le había caído justo cuando saltaron las alarmas con el Kriva. Se la lanzó sin mirarla.
—Bebe. Bebed todos.
Miramos las botellas con recelo. El otro viajero, junto a mí, desenroscó la tapa y la olió despacio, como tratando de convencerse de que era agua limpia.
La chica fijó su mirada en Dasha y le devolvió la botella con un gesto seco.
—No pienso beber de eso hasta que lo hagan ellos dos.
Yo giré la muñeca, puse la botella en horizontal y la agité con fuerza. Luego la volqué para observar su interior contra la luz temblorosa del fuego. Finalmente le quité la tapa y la acerqué a mis labios.
En ese instante, vi cómo Dasha lanzaba una mirada a Jarek. Levantó levemente la barbilla, como diciendo: "Nada mal, sabe lo que hace."
El primer sorbo me supo a óxido y tierra. No era extraño para mí, pero aun así fruncí la boca y una parte de mi rostro me traicionó. El otro viajero aún no terminaba de tragar cuando tosió dos veces y frunció el ceño, mirándose la botella como si fuera veneno.
—Ahí lo tienes, niña bonita —dijo Dasha, volviendo a clavar los ojos en la chica—. Sois Novaks. Supervivientes solitarios, o en grupos pequeños, sin entrenamiento. La mayoría no ha disparado un arma en su vida. Apenas sabéis tratar con los Murabis. Evitáis los pueblos grandes como si fueran cuevas de fuego.
Caminó un par de pasos hacia nosotros mientras hablaba, midiendo cada palabra.
—Nunca habéis probado agua salobre. Por eso toses, o te repugna el sabor denso que obliga a beberla a sorbos. Solo en Zorav y en algunos asentamientos Kriva tenemos acceso a materiales para desalinizar el agua. Nosotros... conocemos ese sabor.
Se agachó, miró al viajero que estaba a la derecha de la chica y señaló sus botas.
—Cordones de tipos distintos. Su ropa no es militar, ni impermeable. Nunca ha estado más allá de Zelgradek.
Luego me miró a mí.
—Tu ropa está ajada por el salitre. Nunca te alejaste de la costa. Te inquietaron los cadáveres de los Murabi en el puente... Eras una niña durante la primera Murazna, ¿no? Tuviste que ver a muchos enfermar por la exposición a los cuerpos.
Hizo una pausa. Sus dedos se deslizaron con calma hacia la pistola, pero esta vez la guardó. Cruzó los brazos y me miró fijo, sin parpadear.
—Pero contigo tengo dudas... Viajas ligero. Las correas de tu mochila están ajustadas, por si te la arrancan. Has potabilizado agua con carbón o pastillas, por eso agitaste la botella. Tus guantes están recortados a propósito, para poder manejar un arma o sacar una bala atascada con rapidez.
De Novak tienes poco. ¿Quién eres... y qué vienes buscando?
Tragué saliva. Sentía el calor del fuego más cerca que antes.
—Me llamo Vryan —respondí—. Y nací en Zorav.