2. Eco de lo que fue un lujo.
El silencio se había apoderado de toda la nave por unos segundos. Ni siquiera la claridad que comenzaba a emerger tras el amanecer era capaz de ofrecer alivio.
—¿De dónde has sacado ese nombre? —dijo Jarek, algo inquieto.
—¡Grim! —gritó Dasha—. Que los Novaks te ayuden con los Murabis del puente. Mucho cuidado, la niebla comenzará a disiparse.
—No pienso tocar esos cuerpos —interrumpió la chica, nerviosa, rozando un estado de pánico.
—Puedes volver a nado o empezar a ser útil —subió el tono Dasha, dando un paso al frente en su dirección.
—Los cuerpos no contagian hasta pasados tres días —dijo Jarek, intentando calmarla.
—No hasta que comienzan a empollarse —añadió.
—Yo moveré los cuerpos —dije a la chica—. Tú te quedas conmigo —me ordenó Dasha.
—¡Grim! —volvió a gritar Dasha.
—El frío retrasa la actividad de las enzimas del patógeno. Usa tu mascarilla si te preocupa el olor —le dije a la chica, con la cabeza medio baja.
Al levantar la mirada, vi a Grim: un bicho de más de un metro noventa, con un pasamontaña verde oscuro del que apenas se le veían los ojos redondeados y la boca. Llevaba la chaqueta marrón remangada casi hasta los codos, y el brazalete naranja parecía a punto de estallarle en el brazo. Sujetaba un rifle casi de su tamaño: un fusil de francotirador demasiado moderno para ser de la región. Lo llevaba como si fuera una botella de agua, sin esfuerzo.
Se lo entregó a Jarek, que tuvo que sujetarlo con ambas manos para apoyarlo junto a una viga. Grim se dirigía a las puertas cuando el guardia que había salido de la tienda de campaña se encorvó, sacó un AK y se lo entregó. Le pasó un cargador extra, que Grim colocó en el lateral de su chaleco, el cual apenas le cubría el torso por quedarle pequeño. Luego comenzó a retirar unas correas que sujetaban una lona de cuero envuelta en su antebrazo: contenía seis o siete balas alargadas, seguramente munición del rifle.
Dasha miró a la chica y al otro viajero, moviendo la cabeza en dirección a la puerta. Comencé a quitarme la mochila, cuando la radio de Grim comenzó a sonar.
—Mini-Prisión a Cuvar Nave, cambio.
—Adelante —respondió Grim, pulsando su radio.
—El Kriva está enfermo. Le ha empezado la fiebre y los sudores.
Dasha se acercó, extendió la mano y Grim le pasó la radio.
—Aquí Dasha. ¿Ha dicho algo?
—Negativo. Es cuestión de tiempo que empiece a delirar. Demasiado rápido todo, Dasha.
—Mucha coincidencia... Tú decides. Tienes luz verde.
—Recibido.
Le devolvió la radio a Grim. Esta vez se dirigió a él con una cercanía distinta, preocupada.
—Date prisa. Atento a la Isla del Camión. Si se trata de otra incursión, será por ahí.
—Acompáñalo —ordenó Dasha al guardia de la tienda.
El soldado se equipó rápidamente, se agachó, sacó un chaleco con cargadores, lo ajustó con un par de saltos, agarró otro AK y mientras revisaba el cargador, escuchaba las instrucciones de Dasha.
—Vigila el lateral del gran árbol. Es el único punto sin cobertura. Daré el aviso.
Pulsó su radio:
—Cuvar playa baja, atención a todos los perímetros. Moveremos los cuerpos del puente. Mucha precaución y alertas.
Grim se acercó a la chica y al viajero, señalándolos con el dedo.
—Dejen las mochilas. El puente está a 150 metros. Necesitamos ser rápidos. Los cuerpos no se tocan. Yo colocaré la cuerda en los pies de los cadáveres; ustedes tiran. Los llevaremos a las piedras altas del acantilado, pasado el faro.
—¿Qué faro? —preguntó el viajero.
—Lo verás cuando estemos en el puente —respondió Grim.
Dasha parecía inquieta. Su mirada, aunque firme, parecía extraviada, como si su mente trabajara a mil por hora. Hacía gestos negativos con la cabeza mientras golpeaba el cañón de su pistola contra el muslo.
Algo se me escapaba. ¿En qué pensaba Dasha? Una mujer con esa autoridad, al mando de todo el perímetro entre las islas que rodeaban Zorav, no podía estar tan alterada por un Kriva. Pocos grupos en Volgrad tenían la capacidad de tomar la prisión. Ya lo habían intentado antes. Ninguno había pasado de las puertas.
Se escucharon los pasadores de las puertas. Grim las abrió solo y quedó en la entrada mientras el resto salía. Dasha preguntó al guardia si tenía relevo.
—No hasta mañana —respondió.
—Cubre la posición de Grim entonces. El resto: recoged y despejad para el relevo. Mantened el equipo cerca.
Dasha se acercó al bidón. Hizo un gesto a Jarek mientras le entregaba su pistola. Él se dirigió hacia unas cajas bajo las escaleras.
Dasha se quitó la gorra y el pasamontaña. Una marca de quemadura le cubría desde la oreja hasta el cuello. Guardó ambas prendas y las lanzó sobre la mochila de Jarek. Extendiendo la mano, me pidió la botella de agua. Bebió un par de sorbos y dejó un poco en la boca, haciéndola girar antes de tragar.
—¿Sabes cómo se consigue? —preguntó sin apartar la vista de la botella—.
¿Eliminar la sal... o que llegue al interior de la prisión? — Le pregunte yo —.
Un sonido metálico interrumpió la tensión: a Jarek se le había caído una palanca mientras abría una caja de madera. Nos miraba a ambos.
Dasha me clavó la mirada. Había dejado la botella. Algo entre la esperanza y la incredulidad en sus ojos. Quise despejar sus dudas.
Respiré hondo y abrí los brazos.
—Mi nombre es Vryan. Mis padres son Yved y Eika. Fundadores de Zorav y responsables de la seguridad en la prisión.
Tomé aire de nuevo.
—El faro en tierra, donde estuvimos hace tres días... el que llamáis Faro de Ives, está sobre las montañas. Por el interior se filtra agua de manantiales y ríos de la zona oeste de Volgrad. Desembocan en la costa, por eso se forman pantanales entre las islas.
—En algunas de esas islas había torres de vigilancia, de cuando la prisión aún funcionaba. Se usaron para arreglar las tuberías originales que conectan los pantanales. Están unidas entre islas. Cuando sube la marea, ayudan a que algo de agua llegue hasta los depósitos, en los acantilados del este de la isla. Desde allí se sube con bombas manuales al interior de la prisión.
—Se necesita una semana para llenar los depósitos, o una buena tormenta que favoreciera la presión. Tras el fallo temprano por falta de mantenimiento, el sistema de purificación dejó de funcionar. El agua se dejaba reposar y filtrar en los tanques del patio trasero.
—Pasaron varios meses. Osnof y Otae repararon el sistema de tuberías; se les daba bien ese tipo de trabajos. Ottis terminó de solucionar la purificación con carbón vegetal y varias capas de arena. Yo nací a los dos años de la primera Murazna. Fue uno de los motivos por los que mis padres y el grupo decidieron quedarse aquí. Intentaron crear algo seguro. Algo permanente.
—Según el diario de mi madre, vagaron durante casi un año por Volgrad. Así se fue formando el grupo que hoy se conoce como los fundadores de Zorav.
Jarek, agachado cerca nuestro, habló:
—Una sola entrada, aislado. Todo un castillo natural. Fácil de defender con poca gente. ¿Por qué abandonar Zorav y regresar ahí fuera?
—Tenía diez años. Hasta entonces, solo habían bombardeado zonas militares y pueblos al norte. Luego empezaron a usar el gas. La caza ya no era segura, los animales contaminados suponían un riesgo. Surgieron grupos armados y Krivas organizados. Los asedios a Zorav se hicieron más frecuentes. A veces duraban semanas, salir de complejo a pescar era imposible.
—Cuando el gas cayó en pueblos de la costa, sabíamos que era cuestión de tiempo que cayera en la isla. Oímos el estruendo de madrugada. Al amanecer, la niebla se disipó. Vimos Movarek y Dresnek cubiertos por una nube que cambiaba de color con las horas. Luego supimos que cuando cae, es blanca y pasa a ser amarilla, es letal para cualquiera incluso para los Murabis que llevan poco tiempo. Al pasar unas horas, se vuelve verdosa: pierde efectividad, pero se vuelve más densa, el veneno se concentra a la altura del pecho. Por eso las máscaras se empañan con mayor facilidad. Algunos Murabis pueden soportarla si llevan más de cuatro días infectados: la cepa se les asienta y lo resisten. Cuando está por disiparse, vuelve a ser blanca. Con suerte, solo te quema la piel si llevas máscara. Pero los Murabis se vuelven más violentos justo antes de que se disipe.
—Esa misma tarde recogimos lo que pudimos y pusimos rumbo a las Montañas de Travezka.
Dasha tomó la palabra. Su voz tenía una mezcla de rabia y duda:
—Se equivocaron. En veinte y tantos años, nunca han gaseado Zorav. Por eso se ha convertido en el objetivo de todo Volgrad. ¿Por qué no se fueron todos? ¿Qué ocultaron los fundadores de la mayor fortaleza tras la Murazna? No me creo que dos padres y un grupo con tanta experiencia decidieran salir... y menos con un niño de dos años.
Guardó silencio unos segundos. Me miró de reojo, bajó la mirada y dijo en voz baja:
—Si es verdad lo que dices, solamente queda el: Eco de lo que alguna vez fue un Lujo.