3. Cuando el silencio hablo

 

El fuego del bidón comenzaba a apagarse por falta de leña. El rostro naturalmente pálido de Jarek mostraba la misma incredulidad que el de Dasha. Se rascaba el pelo corto cuando lanzó la pregunta que al parecer llevaba rato atragantada:

—¿Están vivos?

Dasha se adelantó a responder:

—No hay nada en las montañas de Trakesta. Solo lobos y Murabis erráticos por los bosques.

—Trakesta solo fue una zona de paso segura para continuar al norte —dije.

—Nada cerca de Novrov es seguro —añadió Jarek—. ¿Por qué tomaron esa ruta?

Dasha giró la cabeza, señalando su quemadura.

—Esto es un regalo de los bosques de Novrov. El gas permanente se mezcla con la niebla y uno va a ciegas. Un mal paso o un cambio en la dirección del viento y estás dentro sin saberlo. Incluso los Krivas más radicales evitan acercarse a Novrov y a toda la región occidental.

—No íbamos a ciegas —dije—. Algunos miembros del grupo conocían muy bien la zona.

Ottis era jefe de ingenieros. Controlaba los sistemas y el mantenimiento de la base: red eléctrica, sistemas de agua, paneles de control e incluso parte de la seguridad. Por eso la prisión es autosuficiente y está tan bien diseñada. Mi padre y él terminaron de corregir las pocas fallas que quedaban.

Ivaj era técnico en los laboratorios. Supervisaba la seguridad, los accesos, las cámaras de vigilancia y buena parte de la logística entre las bases.

Ossur era sanitario. Dirigía uno de los equipos de respuesta médica rápida.

Los tres se conocían desde antes de la Murazna. Vivían en el pueblo que se construyó a las afueras de la base, destinado a trabajadores y familiares del personal militar.

Sonreí, de forma casi pícara. Dasha saltó al instante:

—¿Quieres compartir qué te hace tanta gracia?

—Nada —dije—. Recordé una anécdota que me contaron ellos mismos. Cada uno la adaptaba como si fuera un cuento para niños. Con los años me dieron los detalles reales. Lo que realmente vivieron cuando todo comenzó.

—Tenemos tiempo hasta que llegue el relevo —dijo Jarek, mientras desmontaba su arma, retiraba el cargador de su pistola y amartillaba para extraer la bala de la recámara. Luego empezó a limpiarla.

—Ilumínanos, Mitones —añadió Dasha.

Todos creen que la primera Murazna comenzó al mes del colapso. En realidad, sabían que algo no iba bien mucho antes.

En Volgrad, todos recibían formación militar al llegar a cierta edad. Algunos descubrían una vocación y se unían a las tropas regulares. Otros regresaban a la vida civil como reservistas, listos para ser llamados en caso de necesidad.

Meses antes del estallido, Ossur había atendido muchos casos de accidentes durante maniobras rutinarias. No solo en Novrov, también en otras bases. Siempre había habido accidentes, pero no con esa frecuencia ni con síntomas tan similares. Las causas eran siempre las mismas: falta de experiencia, fiebre reciente, deshidratación, pocas horas de sueño. Siempre culpaban al suboficial o al mismo soldado. Nadie notó que solo ocurría en quienes habían estado cerca de Novrov.

Comenzaron a tomárselo en serio cuando varios helicópteros se estrellaron. No eran novatos: eran pilotos con horas de vuelo y experiencia suficiente para evitar un fallo mecánico o una tormenta.

Durante una cena en casa de Ivaj, comentó a Ottis y a Ossur que había un movimiento inusual en los laboratorios. Estaban saturados, sin espacio para almacenar el nuevo material. Le llamaba la atención la cantidad de trajes Mk-Volk que estaban recibiendo. Eran equipos especiales para laboratorios de alto riesgo o zonas radioactivas. En teoría, cada trabajador de Volgrad tenía asignado uno, pero esto era excesivo.

Ottis, que gestionaba otras áreas, notó un aumento inusual en el consumo energético. Nunca había visto los registros de temperatura tan altos. La llegada constante de nuevos soldados cada semana fue lo que realmente disparó las alarmas. La base no tenía capacidad para tanto personal. Ni siquiera el pueblo alcanzaba. Tuvieron que construir pequeñas bases en los alrededores.

Al principio se minimizaron las preocupaciones. Volgrad estaba llena de bases por toda la región. Pero cuando comenzaron a llamar a los reservistas, la gente empezó a hacer preguntas. A dudar de las versiones oficiales.

Todo el personal de Novrov pasaba filtros administrativos y gubernamentales estrictos. Recibían formación especial. No se autorizaba la presencia de reclutas comunes.

La población solía bromear con los niños: "si no te portas bien, vendrán los lobos de Novrov". De ahí salió el apodo de la unidad especial que controlaba la zona. El primer requisito para formar parte era no haber nacido en Volgrad. Eran reclutados de otras regiones, sobre todo de Varnok. Creían que así sería más fácil ejecutar ciertas órdenes sin empatía por la población local.

Los análisis al personal, que antes se hacían una vez al mes, comenzaron a realizarse cada tres o cuatro días. Algo sabían. Algo temían. Pero no actuaron con la urgencia que merecía.

En Novrov trabajaban desde hacía años en una cepa experimental de transformación neurológica. Lograron sintetizar un gas estimulante que, en pequeñas dosis, aceleraba los reflejos, la alerta, la tolerancia al dolor e incluso provocaba estados eufóricos controlados.

Cuando los efectos secundarios se hicieron evidentes, trasladaron la fabricación a Krimark, una isla al oeste de Volgrad, con clima extremo. El gas era más estable en temperaturas bajas.

¿El problema? La versión final provocaba degeneración progresiva de la corteza prefrontal. Los sujetos se volvían erráticos, hiperviolentos, incapaces de comunicarse. Conservaban algunos impulsos básicos —correr, reaccionar a estímulos—, incluso aumentaban. Pero las funciones superiores desaparecían: perdían el lenguaje, la empatía, la conciencia del entorno. Todo comportamiento humano quedaba anulado.

El compuesto activo se almacenaba en pequeñas esferas de gel polimérico: las K-9. Su forma gelatinoso-traslúcida contenía un núcleo líquido. Estas se insertaban en módulos especiales dentro de máscaras adaptadas. Una vez activado el mecanismo, el sistema pinchaba la cápsula y liberaba microdosis de forma controlada. Las máscaras contenían refrigeración integrada para mantener la dosis estable, sin alterar la cantidad por respiración acelerada o esfuerzo físico.

El BMV Rivik transportaba miles de cajas de K-9 desde Krimark cada semana. Nunca se supo exactamente qué ocurrió. Todo el personal civil fue evacuado con urgencia.

Ottis creía que fue un fallo eléctrico. Una sobrecarga elevó las temperaturas más de lo previsto y las K-9 no resistieron. Ivaj era menos racional: sospechaba que algunas cápsulas estaban alteradas, liberando una cepa incompleta e inestable.

Ossur, tras atender a algunos soldados afectados, tenía otra teoría. Los organismos no reaccionaban igual. Algunos sufrían fiebres, delirios, sudores fríos. Él creía que ciertas cápsulas habían estado expuestas a patógenos comunes, y al entrar en las máscaras, funcionaban como catalizadores biológicos.

Los gases de emergencia solo lograron dormir a los que estaban dentro, mientras el K-9 seguía actuando. En pequeñas dosis, sus efectos eran imperceptibles al principio, pero al combinarse con el aire y los gases de contención… la fuga fue total.

Todos los presentes en la base o sus alrededores quedaron expuestos. La piel ampollada, la ceguera, los vómitos… todos eran síntomas. Eran portadores.

Por eso no todos se contagian igual. Algunos solo transmiten el compuesto en contacto con fluidos o durante ciclos altos de descomposición. A veces, creo que depende más del receptor que del emisor.

Sea como sea, Novrov estuvo clausurado y sellado durante dos semanas. Hasta que enviaron una unidad especial para intentar cortar la fuga: los Militares de Urgencia para Aislamiento Biológico Inmediato.

—MURABI —dijeron Jarek y Dasha al unísono.

Asentí cerrando los ojos. El objetivo era recuperar los cargamentos de K-9.

Cuando abrieron las puertas del laboratorio, el personal atrapado había recibido dosis letales durante semanas. No pudieron frenarlos. Solo empeoraron las cosas.

Las puertas quedaron abiertas. El compuesto se mezcló con el gas de contención. Convirtieron toda la zona en un volcán perpetuo de K-9.

Los pocos supervivientes quedaron atrapados en la azotea del hospital. El gas no llegaba del todo allí. Tres días después enviaron otro grupo de rescate. Era tarde. El K-9 ya había hecho efecto.

Lo último que se escuchó por radio fue: “Veo a uno. Uniforme negro. Viene hacia mí… es un Murabi.”

Desde entonces, ese nombre quedó grabado. Todo lo que se comportara de forma errática, violenta o inestable fue llamado así.

Meses más tarde, hallaron al BMV Rivik encallado cerca de la costa, al oeste de Novrov. Estaba cubierto por una nube densa de K-9 y plagado de Murabis en su cubierta.

Entonces llegó el toque de queda. Comenzaron a lanzar bombas con gas de contención para aislar ciudades y pueblos. Pero el gas provocaba una reacción en quienes ya habían incubado el K-9, acelerando el proceso.

En menos de un mes, Volgrad colapsó.

El ejército se retiró. Y lanzaron bombas con K-9 en los límites fronterizos para evitar que la población pudiera escapar.

Así comenzó la primera Murazna.

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